La obra de Rufino Tamayo es una palpitación universal. Su reverberación atraviesa como un sólido relámpago la historia del arte. Llega al corazón de su pueblo, un tanto desmemoriado por ocupado en su extravagante supervivencia, llega en forma de portentosa memoria a los talleres de sus descendientes en el oficio, y llega con indiscreta alegría, la responsabilidad de proyectar su espíritu sobre la superficie de unas simbólicas rebanadas de sandias para convertir el conjunto en un auténtico memorial y testimonio de ese hombre bueno. Una tarea mayor. Virgilio Santaella es uno de los artistas con el privilegio de intervenir dos piezas con la libertad necesaria.
La abstracción es para Santaella su expresiva piedra de toque. Sus trabajos se han formulado desde la saturación de aristas subjetivas hasta la radicalización de esos mismos significados. El músculo artístico de sus pinturas se define en parte por lo que mueve en los sentidos del espectador, es decir, en lo que este deduce y percibe en un campo donde yace la «muerte del ornamento». Sus dos intervenciones dan cuenta de este fenómeno somático, aquí terapéutico. Así es su pintura. Bálsamo para el alma. No hay escapismos caóticos ni resoluciones convencionales. Su obra tiene un salvoconducto que nos conecta en un santiamén con la realidad y el hechizo del arte.
La primera intervención es un suave canto floral en honor a quien decía: «La pintura debe contener la convicción absoluta de que lo único que le da validez son sus cualidades plásticas y su poesía» Y añadía: «Poesía que es mensaje, calidad humana, vida que da a los elementos plásticos la justificación de su presencia»* Es la razón por la que en el trabajo de Santaella no se agazapa la nimiedad preciosista pero tampoco exhibe la voluptuosidad ególatra y ruda del trompetero que al final de la escena es barro no más. Se llama equilibrio de valores. Sus sandías como las de Tamayo no pregonan ideologías, más bien se descubre la lectura de que lo más importante de una obra –dice el mismo Virgilio Santaella sobre las lecciones aprendidas del maestro oaxaqueño– es el momento de la creación. El arte produce consecuencias humanas cuando ese momento toca con maestría las fibras más sensibles, el corazón simbólico de hombres y mujeres. No digo que el arte ha detenido el apocalipsis. Solo lo ha puesto en la sala de espera.
Ambas sandías tienen el sello del autor sin utilizar alegorías o algún tipo de alusión que refiera necesariamente a Tamayo salvo su interrelación dialéctica. Son un acto pictórico generado a partir de un momento humano tan vital como discreto y luego convertido en noble circunstancia. ¿Encontraremos otras historias novedosas en estas inesperadas esculturas pintadas por Virgilio Santaella? Sin duda habrá tantas como ojos que las miren. La última que observo son los largos brazos de la noche que irrumpen con firmeza sobre pictografías que discurren caprichosas y otra vez esos labios rojos u hojas o signos que responden, según mi parecer, a la primigenia necesidad de hacer arte e impulsarlo como un lenguaje que nos trascienda. Mientras tanto, en la otra orilla, las semillas de la sandía germinan. Han germinado. Oaxaca, la fundamental matrona. Tamayo, eterno. El homenaje de Virgilio.
La obra de Rufino Tamayo es una palpitación universal. Su reverberación atraviesa como un sólido relámpago la historia del arte. Llega al corazón de su pueblo, un tanto desmemoriado por ocupado en su extravagante supervivencia, llega en forma de portentosa memoria a los talleres de sus descendientes en el oficio, y llega con indiscreta alegría, la responsabilidad de proyectar su espíritu sobre la superficie de unas simbólicas rebanadas de sandias para convertir el conjunto en un auténtico memorial y testimonio de ese hombre bueno. Una tarea mayor. Virgilio Santaella es uno de los artistas con el privilegio de intervenir dos piezas con la libertad necesaria.La abstracción es para Santaella su expresiva piedra de toque. Sus trabajos se han formulado desde la saturación de aristas subjetivas hasta la radicalización de esos mismos significados. El músculo artístico de sus pinturas se define en parte por lo que mueve en los sentidos del espectador, es decir, en lo que este deduce y percibe en un campo donde yace la «muerte del ornamento». Sus dos intervenciones dan cuenta de este fenómeno somático, aquí terapéutico. Así es su pintura. Bálsamo para el alma. No hay escapismos caóticos ni resoluciones convencionales. Su obra tiene un salvoconducto que nos conecta en un santiamén con la realidad y el hechizo del arte.
La primera intervención es un suave canto floral en honor a quien decía: «La pintura debe contener la convicción absoluta de que lo único que le da validez son sus cualidades plásticas y su poesía» Y añadía: «Poesía que es mensaje, calidad humana, vida que da a los elementos plásticos la justificación de su presencia»* Es la razón por la que en el trabajo de Santaella no se agazapa la nimiedad preciosista pero tampoco exhibe la voluptuosidad ególatra y ruda del trompetero que al final de la escena es barro no más. Se llama equilibrio de valores. Sus sandías como las de Tamayo no pregonan ideologías, más bien se descubre la lectura de que lo más importante de una obra –dice el mismo Virgilio Santaella sobre las lecciones aprendidas del maestro oaxaqueño– es el momento de la creación. El arte produce consecuencias humanas cuando ese momento toca con maestría las fibras más sensibles, el corazón simbólico de hombres y mujeres. No digo que el arte ha detenido el apocalipsis. Solo lo ha puesto en la sala de espera.
Ambas sandías tienen el sello del autor sin utilizar alegorías o algún tipo de alusión que refiera necesariamente a Tamayo salvo su interrelación dialéctica. Son un acto pictórico generado a partir de un momento humano tan vital como discreto y luego convertido en noble circunstancia. ¿Encontraremos otras historias novedosas en estas inesperadas esculturas pintadas por Virgilio Santaella? Sin duda habrá tantas como ojos que las miren. La última que observo son los largos brazos de la noche que irrumpen con firmeza sobre pictografías que discurren caprichosas y otra vez esos labios rojos u hojas o signos que responden, según mi parecer, a la primigenia necesidad de hacer arte e impulsarlo como un lenguaje que nos trascienda. Mientras tanto, en la otra orilla, las semillas de la sandía germinan. Han germinado. Oaxaca, la fundamental matrona. Tamayo, eterno. El homenaje de Virgilio.