Sobre un formato preestablecido, que decide el espacio y a la vez lo subordina (medio círculo, media luna, sandía), una barca de diseño básico, como un rayón infantil o un grafiti urbano, se sugiere apenas en la tenuidad de sus trazos y delicadamente se evoca en su figuración. Surca un mar cuya superficie es antes un telón de fondo que una línea en la cual flota, abarcando así una geometría donde sus dos extensiones se mezclan para ofrecer otra multidimensionalidad. Si el cosmos es un multiverso, también la pieza pictórica en su poliédrica composición: una ancha altura, aún acotada, que danzando consigo misma obtiene la promesa de su profundidad.
Arthur Miller plasma, contra un fondo de escurrimientos a la manera de un cielo que se diluye y una atmósfera que se multiplica, en cintas anaranjadas y ocres, solares, en rayas amarillas de oro primario, en estrías verdes salidas de un mar vegetal, todas flotando desde un lienzo azul como el agua, espejo duplicado de texturas sensibles al tacto y patentes ante la mirada, plasma una poética de la imagen y su enigma, del desdoblamiento de la figura y la resonancia del sentido. Un juego de significantes y significados propios, como siempre, de algo más.
Si la belleza, además de radicar en lo que se ve, habita en quien lo ve, esta barca que ondula o vuela o se suspende sin tripulación alguna, coronada por una vela triangular esbozada en sus perfiles básicos contra el espacio detrás de ella, resulta en su contenido significante un medio, un soporte para cruzar a la otra orilla, pero en su significado invoca símbolos mayores: la nave constituye el éxodo que a su vez cifra la vida humana, es cuna, féretro, sostén, protección ante el peligroso navegar de la existencia, arca de preservación y también ofrenda: “Qué placer ―escribe Pascal― viajar en una barquita agitada por la tormenta, cuando estamos seguros que no naufragará”.
En la semiótica de la obra plástica de Arthur Miller, en el sistema de representaciones que le es propio, una embarcación frágil pero flotante sintetiza el cambio de su lenguaje estético. Alejándose de los imperativos propios de aquel imaginario folclórico oaxaqueño ―convencional como todo imaginario; dudoso como todo proceso serial―, Miller pinta aquí su propia liberación, su estar ya en tránsito creativo, condición única de un arte que se nutre no del efecto ni de la garantía conocida, sino de la sustancia que caracteriza la búsqueda de la expresión. Los navegantes portugueses del pasado inscribían una sentencia indeleble en la proa de sus galeotes: “Vivir no es necesario. Viajar es necesario”.
Acaso en la silueta de su barca el artista visualice esa alternativa. La vida es un viaje hacia un final que se desconoce. Toda pintura auténtica semeja dicho traslado, que invariablemente se cumple mientras va haciéndose y antes de cualquier llegar.
Sobre un formato preestablecido, que decide el espacio y a la vez lo subordina (medio círculo, media luna, sandía), una barca de diseño básico, como un rayón infantil o un grafiti urbano, se sugiere apenas en la tenuidad de sus trazos y delicadamente se evoca en su figuración. Surca un mar cuya superficie es antes un telón de fondo que una línea en la cual flota, abarcando así una geometría donde sus dos extensiones se mezclan para ofrecer otra multidimensionalidad. Si el cosmos es un multiverso, también la pieza pictórica en su poliédrica composición: una ancha altura, aún acotada, que danzando consigo misma obtiene la promesa de su profundidad. Arthur Miller plasma, contra un fondo de escurrimientos a la manera de un cielo que se diluye y una atmósfera que se multiplica, en cintas anaranjadas y ocres, solares, en rayas amarillas de oro primario, en estrías verdes salidas de un mar vegetal, todas flotando desde un lienzo azul como el agua, espejo duplicado de texturas sensibles al tacto y patentes ante la mirada, plasma una poética de la imagen y su enigma, del desdoblamiento de la figura y la resonancia del sentido. Un juego de significantes y significados propios, como siempre, de algo más.
Si la belleza, además de radicar en lo que se ve, habita en quien lo ve, esta barca que ondula o vuela o se suspende sin tripulación alguna, coronada por una vela triangular esbozada en sus perfiles básicos contra el espacio detrás de ella, resulta en su contenido significante un medio, un soporte para cruzar a la otra orilla, pero en su significado invoca símbolos mayores: la nave constituye el éxodo que a su vez cifra la vida humana, es cuna, féretro, sostén, protección ante el peligroso navegar de la existencia, arca de preservación y también ofrenda: “Qué placer ―escribe Pascal― viajar en una barquita agitada por la tormenta, cuando estamos seguros que no naufragará”.
En la semiótica de la obra plástica de Arthur Miller, en el sistema de representaciones que le es propio, una embarcación frágil pero flotante sintetiza el cambio de su lenguaje estético. Alejándose de los imperativos propios de aquel imaginario folclórico oaxaqueño ―convencional como todo imaginario; dudoso como todo proceso serial―, Miller pinta aquí su propia liberación, su estar ya en tránsito creativo, condición única de un arte que se nutre no del efecto ni de la garantía conocida, sino de la sustancia que caracteriza la búsqueda de la expresión. Los navegantes portugueses del pasado inscribían una sentencia indeleble en la proa de sus galeotes: “Vivir no es necesario. Viajar es necesario”.
Acaso en la silueta de su barca el artista visualice esa alternativa. La vida es un viaje hacia un final que se desconoce. Toda pintura auténtica semeja dicho traslado, que invariablemente se cumple mientras va haciéndose y antes de cualquier llegar.